¿Y por qué foie gras?
Os preguntaréis cómo acostumbrado, desde mi niñez, a ver y sobre todo a oler todos los días, el caldo de pescado reduciéndose en una olla de 50 litros sobre uno de los fuegos siempre encendidos de la cocina de mi padre, me he dedicado a elaborar y a distribuir foie gras; más, cuando los únicos patos que había visto hasta entonces eran los que suelen estar en la riera del Terramar, al final del paseo. Yo también me lo he preguntado y, como casi todo en la vida, tiene su explicación.
Para ello nos tenemos que remontar al año 1990 cuando tenía por costumbre ir a comer al Tovalló verd, un restaurante ubicado en Sant Pere de Ribes donde tengo actualmente mi obrador. Manel e Isabel habían conseguido, con mucho esfuerzo y sudor, reconvertir su negocio de casa de comidas en un distinguido y acogedor restaurante que todo buen aficionado al buen yantar debía visitar. En mi caso, una sola visita fue suficiente para quedarme fascinado de la generosa y honesta cocina de Manel y convertirme en un asiduo y agradecido cliente de por vida. Manel e Isabel – no he conocido pareja más enamorada – eran los dueños, aparte de esposos, socios y cómplices, del añorado todavía hoy en día Tovalló verd.
Venían de regentar lo que llamamos una “casa de comidas” que suele ser un bar familiar con una pequeña cocina en la cual cocinan platos tradicionales y populares. Can Soria, que es como se llamaba, era muy famosa por sus guisos y, aunque yo era muy joven, recuerdo que mucha gente iba a comer, coincidiendo todos que Manel tenía muy buena mano para cocinar. Debido a mi corta edad, finales de los setenta y comienzos de los ochenta, no tuve ocasión de visitarlo mucho; de hecho, la única vez que estuve fue en una cena de fin de curso del colegio. Acababa de cursar 3º de BUP y la clase organizó una cena de despedida, ya que todos teníamos que cambiar de colegio para poder continuar con nuestros estudios. Me acuerdo perfectamente de aquella cena. Éramos muchos, muy bulliciosos y traviesos; nos acomodaron en la calle, en una mesa larga en la que debíamos ser al menos treinta o más. Se ve que armamos tal jaleo que la vecina del primer piso, que después descubriría que era la dueña de todo el edificio y que se llamaba María, salió al balcón a regañarnos de muy malas maneras. No tuvimos tiempo de reacción, estupefactos todavía bajo los efectos de la que nos estaba cayendo apareció Isabel a defendernos y se enzarzaron las dos a gritos como si de un combate de miuras se tratara. Una arriba en el balcón, con el rostro desencajado – nosotros sufriendo por si se le ocurría lanzarle el tiesto de flores que sostenía con una mano – y abajo Isabel alzando las manos al cielo y retándola a que lo hiciera. En cualquier caso, las dos lograron en una noche lo que pocos profesores habían conseguido en diez años de tutela: que los treinta y pico de adolescentes nos calláramos todos a la vez. Recordemos este emplazamiento (calle Eduard Maristany, 45 en Sant Pere de Ribes) porque el destino, cuarenta años más tarde, nos deparará una sorpresa.
Pues a este popular y concurrido local solía ir, en sus temporadas vacacionales, un cliente muy especial, de mirada penetrante, fuerte carácter y criterios culinarios muy consolidados. Había trabajado, codo a codo, con el célebre chef francés Michel Roux, quien en la década de los sesenta llevó la, entonces, envidiada gastronomía parisina a Londres. Este señor, que al poco de entablar amistad con Manel se convertía en su mentor culinario y que poco tiempo después también en el mío, se llamaba y se llama – ya está felizmente jubilado – Claude Marco. Regentaba en Francia, en la región del Périgord, cerca de Cahors, una hermosa mansión que comprendía un hotel Relais du silence y un excelente restaurante distinguido con una estrella Michelin. Manel e Isabel se hicieron rápidamente cómplices de él y de Line, su esposa. Compartían una misma pasión; hablaban mucho de cocina, de recetas, de productos y naturalmente también de los problemas que conlleva la profesión. Razón que hizo que no tardaran en ir a visitarles y descubrieran cómo de bien atendido tenían ambos negocios, cuidados hasta el último detalle, decorados con esmero y sumo gusto, donde hospedarse se convertía en una encantadora experiencia y comer en un auténtico regalo de los dioses para el paladar, refinado, sutil, pero sobre todo de un “gusto excepcional”.
Más adelante, en el restaurante el Greco, una vez que ya me hice amigo, Claude venía a verme y aprovechaba su visita para que me diera su opinión de los platos que teníamos en carta. Cabe decir que sus visitas se convertían para todo el personal de El Greco, y naturalmente para mí, en toda una prueba que nos dejaba al final del día totalmente extenuados. Le hacía probar platos clásicos de la carta, otros recién incorporados y otros pendientes de ser aprobados. Acostumbraba, si mi nuevo plato lo merecía – no dejaba pasar ni una -, a decirme escuetamente que estaba bien, que le había gustado. Pero a veces, en lugar de decirme esto, me preguntaba si el plato gustaba a la gente. Yo me sorprendía con la pregunta ¿Si el plato gusta a mis clientes? Tiempo más tarde lo entendí. Se refería a que el plato no era del todo de su gusto, seguramente habría ingredientes que no le gustaban y que, aunque el plato estaba bien ejecutado, le costaba dar con un veredicto.
Esto me hizo pensar lo importante que es, cuando vamos a comer a un restaurante, que el cocinero tenga buen gusto a la hora de crear o recrear las recetas, o al menos que tenga un gusto parecido al nuestro. Muchas veces ocurre que nos aconsejan ir a un restaurante y resulta que vamos y no nos gusta. Porque a lo mejor, vete tú a saber, abusa del ajo y no somos propensos a ello, o utiliza demasiada mantequilla y cremas y no somos tolerantes a los lácteos, etc. Esto no quiere decir que el restaurante sea malo, si no que no coincidimos con los gustos del chef.
Cuando he descrito antes a Claude he dicho que poseía un gusto excepcional a la hora de cocinar. Y es verdad, Claude cocinaba para los sentidos, con el objetivo de transmitir las mismas emociones que experimentaba él cocinando. Su propósito, pues, era compartir sus emociones. Y lo lograba gracias a que sus elaboraciones eran muy instintivas, intuitivas y delicadas, pero a la vez perceptibles e inteligibles – esto último, muy inusitado hoy en día -. Reunía la maestría que sólo se consigue a través de la pasión, de mucha entrega y muchísimas horas en cocina. En conclusión, de mucho oficio.
En esto último, el oficio, hace mucho énfasis Pierre Gagnaire, célebre y todavía contemporáneo y admirado chef. Dice: la cocina se escucha, se vive… hay que percibir las cocciones… no hay recetas precisas… el calor de una placa puede influir de manera diferente a la hora de reducir una salsa… decir que hay que reducir 10 minutos no significa nada porque el calor la puede hacer reducir más o menos. Solo lo puedes controlar a través del oficio, y el oficio llega a través de la experiencia y la dedicación.
De modo que, Manel e Isabel visitaron el restaurante-hotel “Claude Marco”. Estaba emplazado entre unos viñedos de uvas Malbec y a orillas del río Lot, muy cerca de Cahors, en un paraje apacible y agradable, camino de Saint-Cirq-Lapopie, uno de los pueblos más antiguos y bonitos de Francia. Quedaron tan hechizados por el lugar que no necesitaron mucho tiempo para convencerse de que Claude tenía razón en lo que les decía: “Manel, tienes las manos y el don de cocinar muy bien, sólo te falta unas buenas instalaciones y hacerlo todavía mejor.” Y así fue, como poco tiempo después, Manel e Isabel, inauguraron un nuevo restaurante en Sant Pere de Ribes que bautizaron con el nombre de El Tovalló verd. Ahora que pienso, tengo que preguntar a Isabel o a sus dos hijas, Esther y Marta, el porqué de este nombre tan peculiar.
Paralelamente, en El Greco teníamos nuestras propias batallas. Teníamos, por costumbre, elaborar la clásica terrina de foie gras, macerada en Armagnac y trufada con la Túber Aestivum en conserva, que era la única trufa que podíamos conseguir y que entonces llamábamos simplemente trufa. Es ahora que le pongo nombre científico para diferenciarla de las otras trufas, es para que os deis cuenta de lo poquito que sabíamos. Nuestros conocimientos eran muy escasos en muchos dominios culinarios. Así como en lo referente a nuestra clásica cocina local basada en pescados y mariscos, en sofritos y caldos de pescado, en fondos rojos y bisqués, éramos expertos, en otras gastronomías estábamos muy mal informados. Hay que ser conscientes, sobre todo los más jóvenes, que todavía no existía Internet y que la tradición oral, transmitida de generación en generación, era nuestra única fuente de conocimientos y experiencias. Aun así, conseguíamos muchas de las recetas, la mayoría francesas, de los clásicos libros de cocina. Recuerdo, con mucha nostalgia, mis dos libros de cocina preferidos: La guía culinaria de Auguste Escoffier, un libro imprescindible para todo aquel que le guste cocinar. Con él aprenderá, no sólo recetas muy interesantes, sino el abecé de la cocina: los fondos de cocina y cómo prepararlos. Y La cuisine du marché de Paul Bocuse, este último fue un regalo de mi antecesor en el restaurante El Greco, Felipe Verdejo Alias. Me lo obsequió, el día de la entrega de llaves. Lo recuerdo como si fuera ayer; fue un momento transcendental, como si me estuviese traspasando el santo grial o todo el legado del conocimiento gastronómico universal. Un libro que todo y que lo conocía, no le di la importancia que tenía hasta que me hice más mayor y supe disociar el personaje cocinero showman – en algún momento algo grotesco –, al maestro de chefs que siempre fue Paul Bocuse. A veces el personaje suplanta la propia persona y oculta su obra. Menos mal que el tiempo pone a cada uno en su sitio, y si miramos, hoy en día, al Olimpo de la gastronomía, Paul Bocuse está presidiendo la mesa.
La gastronomía a diferencia de ahora, que se ha globalizado y encontramos todo tipo de productos en muchas plazas de mercado o a través de proveedores especializados, por entonces no era nada fácil. Nos teníamos que limitar a los productos que nuestros proveedores nos ofrecían. Por ejemplo, el foie gras, que en la zona de Sitges podíamos conseguir, sólo nos lo suministraba un proveedor que venía de la comarca del Bages, y que debía comprar seguramente a productores de la zona de Girona. Sinceramente, ahora que entiendo algo más de foie gras, me doy cuenta de que, ni el proveedor ni yo, teníamos ni puñetera idea de si el foie gras que teníamos en las manos era de calidad o no, pero es que tampoco teníamos con qué comparar.
Pero a pesar de no entender mucho, sí que sabíamos apreciarlo a la hora de comerlo. Digo esto, porque un día fui al Tovalló verd y pedí de segundo un plato de los que Manel había aprendido de Claude y que era la tatin de manzana con foie gras poëlé y salsa perigordine y que iba acompañada de unas escalonias caramelizadas y de unas zanahorias torneadas y cocinadas en mantequilla a baja temperatura. Una receta digna de pasar a los anales de la gastronomía. Porqué, entre la pasta de hojaldre artesanal hecha por mi amigo Messi Pascual de la Pastisseria N. Pascual, la perfecta ejecución de la receta de la tatin de manzana, que creo recordar que fue Messi quien se la enseñó a hacer a Manel – al menos a mí sí que fue él quien me la enseñó – y, la excelente demi-glace trufada que hacía Manel, supongo que también receta de Claude, el plato sólo por su belleza y por el aroma que desprendía al llegar a la mesa, tentaba, antes incluso de darle bocado, a levantarse e ir a dar un beso al cocinero. Recuerdo que Isabel tenía un insistente interés, aquel día, en que comiera aquel platazo, todo y que en un principio me había decantado por otro más liviano. Sin demasiado esfuerzo, me convenció, y al poco rato, después de disfrutar de un insuperable pulpo a feira – todavía se podía comer pulpo pescado en Galicia – llegó la Tatin con foie gras. Ya al llegar, me percaté que el foie gras tenía un color diferente, más bonito, más brillante, parecido al color de las avellanas. Su apariencia nada tenía que ver al foie gras marrón-oscuro-consumido al cual estaba acostumbrado comer. Me lo miré con muy buenos ojos y le pegué un primer mordisco y ¡Uauhhh! ¡Qué maravilla! – ¿Pero, esto qué es? – le pregunté al instante a Isabel -, que queriendo ver mi reacción no se había ido muy lejos. Y me respondió: – ¡Ah! Ya sabía Manel que te gustaría. Luego, cuando acabe el servicio vendrá y te lo explicará todo.
Al poco rato, a la que pudo escaparse de la cocina, apareció Manel mostrando una socarrona-pillina sonrisa en los labios, convencido de que lo que me iba a explicar me haría feliz. Claro que me hizo feliz, pero lo que no sabía era que me iba a cambiar mi vida de restaurador y, que 20 años después acabaría teniendo un empresa elaboradora y distribuidora de foie gras.
Me explicó toda la historia: que conocía a Claude y a Line, que se habían hecho muy amigos, que le estaba enseñando muchas cosas. A lo que yo le dije:
– Es verdad, últimamente veo que tus nuevos platos tienen mucha influencia francesa y no sabía por qué, pensaba que era por el chico francés que tienes en prácticas en la cocina. A lo que me responde:
– No, el chico es un cocinero en prácticas que trabaja en el restaurante de Claude. Ha venido a aprender a cocinar la cocina marinera que hacemos aquí en la costa. La razón de mi giro culinario es por Claude. ¿Por qué no lo vas a visitar y lo conoces?
Esto era un martes. El domingo por la noche me encontraba en casa de Claude Marco disfrutando de una maravillosa cena acompañado de Àngels, mi pareja por entonces, y de Messi y Lluïsa, mi gran amigo y su esposa y amiga. Recuerdo que la cena fue un espectáculo. Nos sirvió, para empezar, su famoso foie gras a la sal, el cual se ha convertido en mi producto insignia desde hace doce años. A continuación, su delicada y magnífica ensalada de raviolis de pasta de arroz – pasta Wonton -, totalmente desconocida en aquella época – rellenos de bogavante y recubiertos de una delicada salsa de mantequilla de naranja. Y, por último, su copioso solomillo de bovino charolais, napado con salsa de colmenillas y acompañado de tallarines de pasta fresca. Todo bien regado. Para empezar, bebimos de aperitivo en el jardín, un vino mâconnais, un Pouilly fuissé, para abrir el apetito y que iba acompañado de canapés, después con el foie gras, ya en la mesa, en el interior, nos sirvieron un sauvignon blanc de Sancerre que nos cundió hasta la ensalada. Para el solomillo estaba listo, en un decantador, un Saint-Émilion, un Château Figeac. Y para rematar una Grande Dame de Veuve Clicquot. Eran otros tiempos, no es que fuéramos ricos, pero nos podíamos permitir beber vinos que hoy en día se han convertido en prohibitivos. Al terminar nuestro festín, apareció Claude, acompañado de un camarero preparado para descorchar un Cristal de Roederer. Aquel día conocí a Claude, y las idas y venidas Sitges-Cahors se convirtieron en una costumbre.
Al igual que con Manel, Claude se convirtió en mi maestro y mentor, y yo en su joven fiel discípulo. De un día para otro, la cocina del restaurante El Greco dio un vuelco. Todo empezó siguiendo su primer consejo que era quitar platos de la carta. Claude me decía que no podía tener tantos platos en carta y que la cocina consiguiera ejecutarlos todos a la perfección – Maîtriser, qué bonita palabra que literalmente traducido sería: “Maestrizar” o dominar una cosa como lo hace un maestro -. Y era verdad, no todos los platos salían de cocina como tenían que salir. Más tarde, me aconsejó que debía mejorar mis instalaciones en cocina, le hice caso y cambié toda la cocina, de arriba abajo. Suerte que me pilló en un buen momento económico y lo pude hacer. Me enseñó que los platos debían ser más equilibrados y que, entre otras cosas, tenía que mostrar más interés en las guarniciones. Cosa que, en aquella época, principios de los años noventa, no le dábamos mucha o ninguna importancia. ¿La guarnición? ¡Cualquier cosa está bien!, decíamos. Patatas al vapor, que sabían a limón (por el limón que le poníamos al agua para mantenerlas blancas), eso sí, torneadas. Menestra de verduras, no siempre frescas y a veces oxidadas. Me enseñó que, para que un plato saliera perfecto de cocina, era imprescindible que el chef estuviera controlando el pase dando el visto bueno antes que este partiera hacia la sala. Algunas veces, este trabajo me tocaba hacerlo a mí. Una vez había saludado a la clientela y había tomado la gran mayoría de las comandas, me iba al pase de cocina a controlar que todos los platos salieran perfectos, y a la vez aprovechaba para dar las órdenes de salida y marche de los segundos platos. Hecho que los cocineros, incluido el chef, agradecían, ya que les permitía concentrarse exclusivamente en cocinar.
Como ya os he contado, a principios del 2012, Elena me propuso a que montáramos conjuntamente un pequeño obrador para elaborar foie gras, con la condición sine qua non de que compráramos la materia prima en el Perigord, cerca de Cahors. Como bien suponéis ya había tenido el placer de conocer a Claude y de probar sus exquisiteces en su restaurante, incluido su foie gras que era el único foie gras que conseguía comer.
En un principio, nuestra primera e ilusa intención era crear una microempresa, a poder ser de dos empleados, ella y yo – mini-microempresa, si es que existe -. Elena haría de comercial, yo de elaborador y los dos colaboraríamos con el reparto. Pensábamos, ahora me río – tenemos más de doscientos clientes, sólo profesionales -, que vendiendo foie gras a nuestros exclientes particulares de El Greco y a alguna tienda, además de a una docena de restaurantes de la comarca, escrupulosamente escogidos, tendríamos suficiente para subsistir y ser felices. Así que, inocentes, nos pusimos a buscar un local baratito y no muy grande que se pudiera tener siempre recogido y limpio. Encontramos algún que otro en Sant Pere de Ribes pero, entre ellos, había uno que parecía reunir nuestros requisitos, que casualidades de la vida, resultó ser propiedad de la señora María – la señora del tiesto en la mano –. El local estaba, y sigue estando, justo al lado de donde estaba antiguamente el Can Soria de Manel e Isabel. Elena que fue quien lo descubrió, había quedado con la propietaria para que lo fuéramos a visitar. No me había revelado todavía dónde estaba ubicado; cómo estaba a dos pasos, lo sabría pronto. Cuando llegué, al principio no me percaté dónde estaba, era un barrio que no acostumbraba a frecuentar y que lo único que me sonaba era el local que había al lado que se llamaba La Tratto y que era famoso por su cocina con raíces africanas. De pronto, tuve una extraña sensación, mi hipocampo encargado de archivar los recuerdos se despertó de su letargo y me proyectó, en pocos segundos, toda una sucesión de imágenes algo difusas: la mesa larga con mis compis de colegio, Isabel subiéndose por la pared del edificio intentando atrapar la yugular de María con el propósito de hincarle el diente, el local a tope de clientes, algunos desesperados por conseguir un rinconcito en la barra, el aroma de los guisos de Manel… Entonces tomé conciencia y me di cuenta de que estaba en el lugar donde todo empezó hace treinta años y que tenía que explicárselo a Elena antes que llegara María. Se lo conté todo muy apresuradamente, lo mejor que pude: Manel, Isabel, Can Soria, Claude, Line, Tovalló verd, Cahors… No se lo acababa de creer, ni yo tampoco, claro ¡Vaya casualidad! ¿Será una señal? Pero la cosa no acabó ahí, hay que joderse. Una vez había acabado de relatarle toda la historia y absortos observándonos los dos la cara de tontos que se nos había quedado, aparto mi mirada de su rostro y vislumbro una inscripción en una puerta de contadores que había justo al lado de nuestro local, que ponía “Cahors”. Esto ya fue demasiado, nos fundió por completo. Sólo nos quedaba negociar las condiciones del contrato porque el local, situado en la calle Eduard Maristany, 47 en Sant Pere de Ribes, tenía que ser nuestro.