Mitomanía
Me gustaría ser más mitómano de lo que soy, si es que lo he llegado a ser alguna vez. Mi condición de propietario de un restaurante y el hecho que mis funciones se desenvolvieran mayormente en la sala, me dio la oportunidad de conocer a muchos famosos, algunos de talla mundial, como por ejemplo: Toni Curtis, Mijaíl Gorbachov, Juan Antonio Samaranch y, por fortuna, muchos más. Es incontestable negar que la visita de un famoso me causa cierto asombro, cierta admiración, pero muy lejos de la fascinación que produce a la mayoría de la gente. También es cierto que nunca he presenciado que un cliente generara una situación embarazosa por el hecho de tener la ventura de comer al lado de la mesa de su ídolo; al contrario, siempre he admirado el comportamiento de los clientes del Greco, de una elegante discreción. Pero ese día fue diferente, sin advertir ninguna reacción incómoda por parte de algún entusiasta admirador, lejos de ello, sí que percibí que algo pasaba. ¡Sara Montiel!, divina ella, acompañada de su compañero, en aquel entonces, Pepe Tous. ¡Radiante, imponente! envuelta en un aura magnética de trillones de partículas centrifugando a su alrededor, vaya, todos los elementos de la inmensidad de nuestro universo, menos Pepe que, a pesar de lo grande que era, a su lado parecía un enano bufón acompañando a una amada reina.
Sucedió a finales de los años 90, un domingo de sol radiante. Aquel día percibí como todo el restaurante era golpeado como si de un temblor de tierra se tratara; creí por un momento que el tiempo se detenía. No sabía el porqué, hasta que la vi. Como podéis imaginar Sitges estaba a rebosar, faltaban mesas para comer y más tratándose del paseo. Habíamos dicho por teléfono a un insultante número de personas que no les podíamos atender. Era tal el despropósito que siempre he pensado que nuestro trabajo, el de restaurador, es el menos agradecido del mundo. Cuando no hay nadie pierdes dinero y cuando hay mucha gente que no puedes atender también pierdes dinero, porque esa misma gente que se va no vendrá al día siguiente y algunos molestos por no conseguir su propósito seguramente nunca más.
¿Qué ocurrió aquel día, pues? Sucedió todo en plena vorágine del servicio. Habíamos puesto un cartelito en la puerta advirtiendo que el restaurante estaba completo. Esto lo hacíamos para evitar tener que dar mil y una explicaciones a las personas que nos preguntaban cuánto tiempo tardaríamos en darles una mesa, cuando sabíamos que ya no podíamos dar ninguna más. Bastante teníamos con la gestión de las mesas dobladas. Llamábamos a las mesas dobladas aquellas que pensábamos que se podían liberar a tiempo para ser remontadas antes del cierre de cocina. Como podéis imaginar esto creaba un estrés brutal, ya que teníamos por un lado al cliente esperando que cumpliéramos con la hora que les habíamos prometido y también pendientes de que el cliente liberara la mesa a tiempo. Y os aseguro que asumíamos riesgos, teniendo en cuenta que la cocina tenía una hora de cierre de entrada de comandas, aunque flexible. Bueno, sinceramente nada flexible; los cocineros en aquellos tiempos eran una especie digamos que particular.
Pues allí tenía a Sarita, divina, en medio de la terraza. Poco caso le había hecho al cartelito de la entrada.
– Hooola! ¿Tieeene meeesa paaaara doooss?
Como bien sabéis, Sara arrastraba mucho las vocales, a pesar que ese día no estaba fumando un puro.
– Buenas tardes y bienvenidos. Sintiéndolo mucho, no tengo ninguna mesa disponible para poder atenderles.
– ¿Y en el inteeeerior tampooooco?
– No, lo siento; tenemos el restaurante completo.
– ¿Y maaás taaaaarde?
Le iba a responder, esta noche sí y mañana también, pero me callé.
Entonces surge detrás de ella un señor, que después me enteré que se llamaba Pepe Tous, y me dice:
– ¿Pero, usted sabe quién es esta señora?
Y respondo: – Sí, naturalmente, y no sabe cuánto lo lamento, pero va a ser imposible atenderles hoy.
Poniéndose la mano en el pecho con gesto de desesperación Sara me replica:
– ¿Qué mee estaá dicieeendo? ¿No nos vaa a atendeeeer?
En este justo momento recuerdo perfectamente como la señora María Vadell, que estaba comiendo en la mesa contigua a nuestra posición junto a su marido Josep, y que podía escuchar perfectamente la conversación, me estira del brazo y me dice:
– Santi, nosaltres, si vols marxem i així els hi podràs donar la nostra taula.
María y Josep eran unos fieles clientes del restaurante que solían venir a comer cada domingo al mediodía. Los considerábamos como de la casa pero ante todo clientes. Y como no habían acabado de comer, les faltaba todavía el segundo plato, les dije que muchas gracias pero que no. Faltaría más ya que no habían finalizado el almuerzo. En mis adentros pensaba que hubiera sido muy injusto dar mesa a Sara y Pepe cuando había dicho que no a muchos clientes.
Recuerdo como si fuera ayer que Sara con un gesto muy teatral, levantando el mentón con una pose muy indignada, seguramente también muy enfadada, se daba la vuelta y se marchaba del restaurante ante la mirada atónita de todos los clientes que no entendían nada! No entendían cómo no les había dado una mesa.
Por un momento me llegué a sentir culpable porque, para más inri, Jaume, mi Maitre de entonces, un grandísimo profesional que había vivido tiempos pretéritos en los cuales el servicio de sala había llegado a tal nivel de sumisión que se asemejaba más a cuando los nobles rendían pleitesía a su Rey en tiempos medievos que a la puramente función de camarero. Me dijo:
– Santi, com pots deixar marxar la senyora Montiel sense dinar?
Y yo, impertérrito ante su comentario, le respondo inocentemente:
– Jaume, tenim clients davant d’ella esperant taula.
Supongo que si hubiera sido más mitómano le hubiera dado una mesa y le hubiera invitado a dedicar unas líneas en el libro de honor de la casa y hasta a lo mejor me hubiera hecho una foto con ellos dos. Pero no; Sara tuvo aquel día la mala suerte de ir a pedir mesa en casa de un restaurador que no sólo no es mitómano sino que además la frase “¿Sabe quién es esta señora?” le fue suficiente para no intentarlo.