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Sarita nos visita

Santi Grimau 10 febrero 2023 0 comentarios

Mitomanía

Me gustaría ser más mitómano de lo que soy, si es que lo he llegado a ser alguna vez. Mi condición de propietario de un restaurante y el hecho que mis funciones se desenvolvieran mayormente en la sala, me dio la oportunidad de conocer a muchos famosos, algunos de talla mundial, como por ejemplo: Toni Curtis, Mijaíl Gorbachov, Juan Antonio Samaranch por nombrar algunos. Es incontestable negar que el encuentro inesperado con una celebridad despierta cierta curiosidad y causa admiración, pero me cuesta entender por qué llega a causar tanto estupor, tanta fascinación hasta el punto de llegar al embobamiento. Sin embargo tengo que decir que nunca he presenciado que un cliente generara una situación incómoda, embarazosa por el simple hecho de tener la suerte de compartir comedor con su ídolo; al contrario, siempre he admirado el discreto y elegante comportamiento de los clientes del Greco. Nadie se acercaba a pedir autógrafos, ni buscaba fotografiarse, ni se hacía alarde de su cercanía con la fama. Al contrario, había algo casi reverente en el comportamiento de los clientes: sabían que esos momentos de compartir un mismo espacio con alguien famoso eran más que suficientes, y su respeto por la privacidad del otro los hacía aún más valiosos.

Pero ese día fue diferente, sin advertir ninguna reacción incómoda por parte de algún entusiasta admirador, lejos de ello, sí que percibí que algo pasaba. ¡Sara Montiel!, divina ella, entraba por la puerta de la terraza del restaurante acompañada de su compañero, en aquel entonces, Pepe Tous. ¡Radiante! Sara vestía de forma sencilla pero su porte era elegante, casi imponente, envuelta en un aura celestial circundada por trillones de partículas luminiscentes centrifugando a su alrededor. Ella era todo: la luz, la quietud, el eje alrededor del cual parecía girar el momento. Y entonces, ahí estaba Pepe, un buen hombre, sin duda, pero tan fuera de lugar en esa escena que no pude evitar verlo de otra forma. Era grande, físicamente imponente, con una presencia que en cualquier otra situación habría dominado la atención. Sin embargo, a su lado, junto a esa mujer que parecía trascender lo mundano, Pepe se desdibujaba, como un actor secundario en una obra que no era suya. Parecía un enano bufón, no por maldad ni ridiculez, sino porque su torpeza, su forma de estar y de intentar encajar en aquel cuadro, era casi entrañable. Ella, la reina, lo hacía parecer pequeño, no con palabras ni gestos, sino con su mera existencia. Había algo en su mirada, en su porte, que transformaba la atmósfera, y Pepe, por más que lo intentara, no podía competir con eso.

Sucedió a finales de los años noventa, un típico domingo, con un sol radiante que hacía brillar el paseo marítimo de Sitges como un cuadro recién pintado. El bullicio habitual llenaba el restaurante: camareros corriendo de un lado a otro, platos tintineando, y el murmullo incesante de las conversaciones. Pero de pronto, sentí como si todo eso se desvaneciera. Era una sensación extraña, como si un rayo hubiera golpeado el lugar y detenido el tiempo.

No entendía qué estaba ocurriendo, hasta que la vi. Allí estaba, de pie en la entrada, con la luz del sol enmarcando su silueta como un halo celestial. Todo mi ser quedó anclado a ese instante, a esa primera imagen de ella. Su presencia parecía absorber el caos a su alrededor, como si el universo entero hubiese conspirado para centrar todas las miradas, todas las emociones, en esa figura que irradiaba algo que no podía explicar.

Era un caos controlado, o al menos eso me repetía a mí mismo mientras corría de un lado a otro con la sensación de estar luchando contra una tormenta imposible de domar. Sitges, como de costumbre, estaba a reventar. El paseo marítimo bullía de vida, con turistas, familias y parejas buscando su trozo de paraíso junto al mar. Y nosotros, en el restaurante, intentando sobrevivir al aluvión.

El teléfono no paraba de sonar, y con cada llamada que respondía para decir que no había mesas disponibles, sentía que perdíamos algo más que clientes; perdíamos oportunidades, reputación, y quizás también un poco de paciencia. Habíamos llegado a un punto donde incluso las disculpas sonaban mecánicas. Era frustrante, casi absurdo.

Siempre he pensado que el trabajo de restaurador es una paradoja cruel: cuando no hay nadie, te preocupas por las cuentas, por el vacío. Cuando hay demasiados, te preocupas por no poder atenderlos a todos, por las miradas de decepción de los que se van. Y luego está ese resentimiento latente de quienes no consiguen lo que quieren, que quizá no vuelvan nunca, como si el éxito de un día cargado viniera acompañado de un castigo a largo plazo. Un círculo vicioso que te hace preguntarte por qué seguimos adelante en esta profesión. Y, sin embargo, ahí estábamos, intentando sostener un equilibrio imposible, como funambulistas en una cuerda que nunca deja de tambalearse.

¿Qué ocurrió aquel día, pues? Sucedió todo en plena vorágine del servicio. Habíamos colocado un cartelito en la puerta con la esperanza de que fuera suficiente para disuadir a quienes, desesperados por una mesa, insistían en obtener respuestas que no podíamos dar. Decía “COMPLETO” en letras bien claras, pero no faltaba quien lo ignoraba o simplemente creía que era negociable. La situación era un espectáculo digno de una tragicomedia. Las mesas dobladas eran nuestra única carta en ese juego frenético. Calculábamos cada minuto, confiando en que un grupo terminara de comer para que el siguiente pudiera sentarse justo antes de que la cocina cerrara la entrada de comandas. Pero la coordinación era una danza sobre un alambre. ¿Y qué ocurría si una mesa se demoraba más de lo esperado? Pues ahí estábamos, dando vueltas con sonrisas tensas, improvisando excusas y oraciones silenciosas para que las cosas cuadraran. Además estaba la cocina… Ah, la cocina, con su horario de cierre de cocina, una regla inquebrantable que cualquier demanda de concesión parecía una afrenta personal. Había poca flexibilidad allí, por no decir ninguna. lo que añadía una presión extra a un servicio ya al borde del colapso.

Pues allí tenía a Sarita, divina e imperturbable, en medio de esta vorágine, con los platos volando, los relojes avanzando y el sudor cayendo, plantada en medio de la terraza esperando ser atendida. Había ignorado por completo el cartelito de la entrada, como si las reglas no se aplicaran en su universo. Y quizás tenía razón, porque había algo en Sarita que hacía que todo a su alrededor se inclinara a su voluntad. Era de esas personas que, sin decir nada, parecen ordenar al mundo que gire a su favor.

Hooola! ¿Tieeene meeesa paaaara doooss?

Como bien sabéis, Sara arrastraba mucho las vocales, a pesar de que ese día no estaba fumando ningún puro.

Buenas tardes y bienvenidos. Sintiéndolo mucho, no tengo ninguna mesa disponible para poder atenderles.

¿Y en el inteeeerior tampooooco?

No, lo siento; tenemos el restaurante completo.

¿Y maaás taaaaarde?

Le iba a responder, esta noche sí y mañana también, pero me callé.

Entonces surge detrás de ella un señor, que después me enteré que se llamaba Pepe Tous, y con un aire de importancia y la seguridad de quien cree tener la carta ganadora como si yo acabara de cometer un delito, me soltó:

¿Pero, usted sabe quién es esta señora?

Y respondo: – Sí, naturalmente, y no sabe cuánto lo lamento, pero va a ser imposible atenderles hoy.

La reacción de Sara fue tan teatral como cabría esperar. Poniéndose la mano en el pecho con gesto de desesperación me replica:

¿Qué mee estaá dicieeendo? ¿No nos vaa a atendeeeer?

El restaurante entero parecía haber dejado de respirar. Las conversaciones se apagaron, los camareros se detuvieron en seco, y hasta los cubiertos cesaron su tintineo. Todos esperaban mi respuesta, como si estuvieran viendo el desenlace de una escena crucial en un drama de sobremesa. Y, sinceramente, tampoco tenía muy claro cómo saldría de aquel embrollo.

En este justo momento recuerdo perfectamente como la señora María Vadell, que estaba comiendo en la mesa contigua a nuestra posición junto a su marido Josep, y que podía escuchar perfectamente la conversación, me estira del brazo y me dice:

–  Santi, nosaltres, si vols marxem i així els hi podràs donar la nostra taula.

 

 

María y Josep eran unos fieles clientes del restaurante que solían venir a comer cada domingo al mediodía. Los considerábamos como de la casa pero ante todo clientes. Y como no habían acabado de comer, les faltaba todavía el segundo plato, les dije que muchas gracias pero que no. Faltaría más ya que no habían terminado su almuerzo. En mis adentros pensaba que hubiera sido muy injusto dar mesa a Sara y Pepe cuando había dicho que no a muchos clientes.

Recuerdo como si fuera ayer que Sara con un gesto muy teatral, levantando el mentón con una pose muy indignada, seguramente también muy enfadada, se daba la vuelta y se marchaba del restaurante ante la mirada atónita de todos los clientes que no entendían nada! No entendían cómo no les había dado una mesa.

Por un momento me llegué a sentir culpable porque, para más inri, Jaume, el Maitre del restaurante, siempre impecable en su porte y con esa mezcla de deferencia y autoridad que lo hacía destacar, se acercó a mí con discreción, pero con una mirada que hablaba antes de que abriera la boca. Sabía que no iba a ser un comentario casual, y en efecto, lo que dijo resonó como una pequeña reprimenda camuflada en profesionalismo:

– Santi, com pots deixar marxar la senyora Montiel sense dinar?

Y yo, impertérrito ante su comentario, le respondo inocentemente:

Jaume, tenim clients davant d’ella esperant taula.

Sara Montiel, la diva por excelencia, que en un abrir y cerrar de ojos había convertido nuestro restaurante en un escenario, se había marchado del restaurante dejando a Pepe tratando de seguirle el ritmo. El murmullo en la sala comenzó a elevarse nuevamente. Algunos clientes parecían impresionados, otros quizá incluso ofendidos en su lugar. ¿Cómo no le habíamos dado una mesa a Sara Montiel? ¿Qué clase de locura era esa?

Si hubiera sido más mitómano, tal vez habría cedido, tal vez habría caído en la tentación de consentir el capricho de Sara y Pepe. Podría haberles dado la mesa, haberles ofrecido un trato de estrella, y en lugar de una simple comida, hubiera convertido ese día en un evento digno de una portada de revista: una dedicatoria en el libro de honor, una foto para las paredes del restaurante, y quién sabe, tal vez una pequeña leyenda que contar a los futuros clientes sobre aquel encuentro tan “exclusivo”.

Pero no. La realidad era que Sara había llegado al lugar equivocado, y esa misma frase, “¿Sabe quién es esta señora?”*, que para otros habría sido la puerta de entrada a una celebración de egos, a mí me bastó para cerrarla. Yo no era de esos que sucumbían ante los nombres y las apariencias, y por más grande que fuera la figura de Sara, ella no estaba por encima de la justicia que exigía mi oficio ni del respeto que merecían mis otros clientes. María y Josep, que estaban terminando su segundo plato con la calma de cada domingo, no merecían que su espacio se viera invadido por la sombra de un trato preferencial.

Lo cierto es que esa misma actitud, quizás un tanto rígida, era la que me permitía seguir con el orgullo de haber tomado decisiones en base a principios y no a la conveniencia. A veces me preguntaba si había sido demasiado terco, pero en esos momentos, me sentía al menos fiel a algo.

Así que, mientras Sara se alejaba con su indignación por no haber logrado entrar, me quedé allí, observando el desfile de la realidad. Un día más en la vida de un restaurador que, por principios, tal vez no era tan mitómano como otros, pero al menos podía decirse que tenía algo de autenticidad en un mundo donde las estrellas a veces opacan todo lo demás.

 

Mitomanía

Me gustaría ser más mitómano de lo que soy, si es que lo he llegado a ser alguna vez. Mi condición de propietario de un restaurante y el hecho que mis funciones se desenvolvieran mayormente en la sala, me dio la oportunidad de conocer a muchos famosos, algunos de talla mundial, como por ejemplo: Toni Curtis, Mijaíl Gorbachov, Juan Antonio Samaranch por nombrar algunos. Es incontestable negar que el encuentro inesperado con una celebridad despierta cierta curiosidad y causa cierta admiración. pero me cuesta entender porqué llega a causar tanto estupor, tanta admiración hasta el punto de llegar al embobamiento. Sin embargo tengo que decir que nunca he presenciado que un cliente generara una situación incómoda, embarazosa por el simple hecho de tener la suerte de compartir comedor con su ídolo; al contrario, siempre he admirado el discreto y elegante comportamiento de los clientes del Greco. Nadie se acercaba a pedir autógrafos, ni buscaba fotografiarse, ni se hacía alarde de su cercanía con la fama. Al contrario, había algo casi reverente en el comportamiento de los clientes: sabían que esos momentos de compartir un mismo espacio con alguien famoso eran más que suficientes, y su respeto por la privacidad del otro los hacía aún más valiosos.

Pero ese día fue diferente, sin advertir ninguna reacción incómoda por parte de algún entusiasta admirador, lejos de ello, sí que percibí que algo pasaba. ¡Sara Montiel!, divina ella, entraba por la puerta de la terraza del restaurante acompañada de su compañero, en aquel entonces, Pepe Tous. ¡Radiante! Sara vestía de forma sencilla pero su porte era elegante, casi imponente, envuelta en un aura celestial circundada por trillones de partículas limuniscentes centrifugando a su alrededor. Ella era todo: la luz, la quietud, el eje alrededor del cual parecía girar el momento. Y entonces, ahí estaba Pepe, un buen hombre, sin duda, pero tan fuera de lugar en esa escena que no pude evitar verlo de otra forma. Era grande, físicamente imponente, con una presencia que en cualquier otra situación habría dominado la atención. Sin embargo, a su lado, junto a esa mujer que parecía trascender lo mundano, Pepe se desdibujaba, como un actor secundario en una obra que no era suya. Parecía un enano bufón, no por maldad ni ridiculez, sino porque su torpeza, su forma de estar y de intentar encajar en aquel cuadro, era casi entrañable. Ella, la reina, lo hacía parecer pequeño, no con palabras ni gestos, sino con su mera existencia. Había algo en su mirada, en su porte, que transformaba la atmósfera, y Pepe, por más que lo intentara, no podía competir con eso.

Sucedió a finales de los años noventa, un típico domingo, con un sol radiante que hacía brillar el paseo marítimo de Sitges como un cuadro recién pintado. El bullicio habitual llenaba el restaurante: camareros corriendo de un lado a otro, platos tintineando, y el murmullo incesante de las conversaciones. Pero de pronto, sentí como si todo eso se desvaneciera. Era una sensación extraña, como si un rayo hubiera golpeado el lugar y detenido el tiempo.

No entendía qué estaba ocurriendo, hasta que la vi. Allí estaba, de pie en la entrada, con la luz del sol enmarcando su silueta como un halo celestial. Todo mi ser quedó anclado a ese instante, a esa primera imagen de ella. Su presencia parecía absorber el caos a su alrededor, como si el universo entero hubiese conspirado para centrar todas las miradas, todas las emociones, en esa figura que irradiaba algo que no podía explicar.

Era un caos controlado, o al menos eso me repetía a mí mismo mientras corría de un lado a otro con la sensación de estar luchando contra una tormenta imposible de domar. Sitges, como de costumbre, estaba a reventar. El paseo marítimo bullía de vida, con turistas, familias y parejas buscando su trozo de paraíso junto al mar. Y nosotros, en el restaurante, intentando sobrevivir al aluvión.

El teléfono no paraba de sonar, y con cada llamada que respondía para decir que no había mesas disponibles, sentía que perdíamos algo más que clientes; perdíamos oportunidades, reputación, y quizás también un poco de paciencia. Habíamos llegado a un punto donde incluso las disculpas sonaban mecánicas. Era frustrante, casi absurdo.

Siempre he pensado que el trabajo de restaurador es una paradoja cruel: cuando no hay nadie, te preocupas por las cuentas, por el vacío. Cuando hay demasiados, te preocupas por no poder atenderlos a todos, por las miradas de decepción de los que se van. Y luego está ese resentimiento latente de quienes no consiguen lo que quieren, que quizá no vuelvan nunca, como si el éxito de un día cargado viniera acompañado de un castigo a largo plazo. Un círculo vicioso que te hace preguntarte por qué seguimos adelante en esta profesión. Y, sin embargo, ahí estábamos, intentando sostener un equilibrio imposible, como funambulistas en una cuerda que nunca deja de tambalearse.

¿Qué ocurrió aquel día, pues? Sucedió todo en plena vorágine del servicio. Habíamos colocado un cartelito en la puerta con la esperanza de que fuera suficiente para disuadir a quienes, desesperados por una mesa, insistían en obtener respuestas que no podíamos dar. Decía “COMPLETO” en letras bien claras, pero no faltaba quien lo ignoraba o simplemente creía que era negociable. La situación era un espectáculo digno de una tragicomedia. Las mesas dobladas eran nuestra única carta en ese juego frenético. Calculábamos cada minuto, confiando en que un grupo terminara de comer para que el siguiente pudiera sentarse justo antes de que la cocina cerrara la entrada de comandas. Pero la coordinación era una danza sobre un alambre. ¿Y qué ocurría si una mesa se demoraba más de lo esperado? Pues ahí estábamos, dando vueltas con sonrisas tensas, improvisando excusas y oraciones silenciosas para que las cosas cuadraran. Además estaba la cocina… Ah, la cocina, con su horario de cierre de cocina, una regla inquebrantable que cualquier demanda de concesión parecía una afrenta personal. Había poca flexibilidad allí, por no decir ninguna. lo que añadía una presión extra a un servicio ya al borde del coplapso.

Pues allí tenía a Sarita, divina e imperturbable, en medio de esta vorágine, con los platos volando, los relojes avanzando y el sudor cayendo, plantada en medio de la terraza esperando ser atendida. Había ignorado por completo el cartelito de la entrada, como si las reglas no se aplicaran en su universo. Y quizás tenía razón, porque había algo en Sarita que hacía que todo a su alrededor se inclinara a su voluntad. Era de esas personas que, sin decir nada, parecen ordenar al mundo que gire a su favor.

Hooola! ¿Tieeene meeesa paaaara doooss?

Como bien sabéis, Sara arrastraba mucho las vocales, a pesar que ese día no estaba fumando ningún puro.

Buenas tardes y bienvenidos. Sintiéndolo mucho, no tengo ninguna mesa disponible para poder atenderles.

¿Y en el inteeeerior tampooooco?

No, lo siento; tenemos el restaurante completo.

¿Y maaás taaaaarde?

Le iba a responder, esta noche sí y mañana también, pero me callé.

Entonces surge detrás de ella un señor, que después me enteré que se llamaba Pepe Tous, y con un aire de importancia y la seguridad de quien cree tener la carta ganadora como si yo acabara de cometer un delito, me soltó:

¿Pero, usted sabe quién es esta señora?

Y respondo: – Sí, naturalmente, y no sabe cuánto lo lamento, pero va a ser imposible atenderles hoy.

La reacción de Sara fue tan teatral como cabría esperar. Poniéndose la mano en el pecho con gesto de desesperación me replica:

¿Qué mee estaá dicieeendo? ¿No nos vaa a atendeeeer?

El restaurante entero parecía haber dejado de respirar. Las conversaciones se apagaron, los camareros se detuvieron en seco, y hasta los cubiertos cesaron su tintineo. Todos esperaban mi respuesta, como si estuvieran viendo el desenlace de una escena crucial en un drama de sobremesa. Y, sinceramente, tampoco tenía muy claro cómo saldría de aquel embrollo.

En este justo momento recuerdo perfectamente como la señora María Vadell, que estaba comiendo en la mesa contigua a nuestra posición junto a su marido Josep, y que podía escuchar perfectamente la conversación, me estira del brazo y me dice:

–  Santi, nosaltres, si vols marxem i així els hi podràs donar la nostra taula.

 

 

María y Josep eran unos fieles clientes del restaurante que solían venir a comer cada domingo al mediodía. Los considerábamos como de la casa pero ante todo clientes. Y como no habían acabado de comer, les faltaba todavía el segundo plato, les dije que muchas gracias pero que no. Faltaría más ya que no habían terminado su almuerzo. En mis adentros pensaba que hubiera sido muy injusto dar mesa a Sara y Pepe cuando había dicho que no a muchos clientes.

Recuerdo como si fuera ayer que Sara con un gesto muy teatral, levantando el mentón con una pose muy indignada, seguramente también muy enfadada, se daba la vuelta y se marchaba del restaurante ante la mirada atónita de todos los clientes que no entendían nada! No entendían cómo no les había dado una mesa.

Por un momento me llegué a sentir culpable porque, para más inri, Jaume, el Maitre del restaurante, siempre impecable en su porte y con esa mezcla de deferencia y autoridad que lo hacía destacar, se acercó a mí con discreción, pero con una mirada que hablaba antes de que abriera la boca. Sabía que no iba a ser un comentario casual, y en efecto, lo que dijo resonó como una pequeña reprimenda camuflada en profesionalismo:

– Santi, com pots deixar marxar la senyora Montiel sense dinar?

Y yo, impertérrito ante su comentario, le respondo inocentemente:

Jaume, tenim clients davant d’ella esperant taula.

Sara Montiel, la diva por excelencia, que en un abrir y cerrar de ojos había convertido nuestro restaurante en un escenario, se había marchado del restaurante dejando a Pepe tratando de seguirle el ritmo. El murmullo en la sala comenzó a elevarse nuevamente. Algunos clientes parecían impresionados, otros quizá incluso ofendidos en su lugar. ¿Cómo no le habíamos dado una mesa a Sara Montiel? ¿Qué clase de locura era esa?

Si hubiera sido más mitómano, tal vez habría cedido, tal vez habría caído en la tentación de consentir el capricho de Sara y Pepe. Podría haberles dado la mesa, haberles ofrecido un trato de estrella, y en lugar de una simple comida, hubiera convertido ese día en un evento digno de una portada de revista: una dedicatoria en el libro de honor, una foto para las paredes del restaurante, y quién sabe, tal vez una pequeña leyenda que contar a los futuros clientes sobre aquel encuentro tan “exclusivo”.

Pero no. La realidad era que Sara había llegado al lugar equivocado, y esa misma frase, *”¿Sabe quién es esta señora?”*, que para otros habría sido la puerta de entrada a una celebración de egos, a mí me bastó para cerrarla. Yo no era de esos que sucumbían ante los nombres y las apariencias, y por más grande que fuera la figura de Sara, ella no estaba por encima de la justicia que exigía mi oficio ni del respeto que merecían mis otros clientes. María y Josep, que estaban terminando su segundo plato con la calma de cada domingo, no merecían que su espacio se viera invadido por la sombra de un trato preferencial.

Lo cierto es que esa misma actitud, quizás un tanto rígida, era la que me permitía seguir con el orgullo de haber tomado decisiones en base a principios y no a la conveniencia. A veces me preguntaba si había sido demasiado terco, pero en esos momentos, me sentía al menos fiel a algo.

Así que, mientras Sara se alejaba con su indignación por no haber logrado entrar, me quedé allí, observando el desfile de la realidad. Un día más en la vida de un restaurador que, por principios, tal vez no era tan mitómano como otros, pero al menos podía decirse que tenía algo de autenticidad en un mundo donde las estrellas a veces opacan todo lo demás.

 

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