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El confidente

Santi Grimau

El confidente

El “jefe” como se solía llamar antes al propietario / administrador / gerente / jefe de recursos humanos / solucionador de problemas / dinamizador / profesor / padre / referente / electricista / fontanero, y/o cocinero llámele chef, o camarero llámele jefe de sala. Llamémosle también, inconsciente / intrépido / temerario. En fin, si quería controlar su restaurante tenía que dominar perfectamente todas estas disciplinas, llevarlas a cabo personalmente y demostrar al equipo que era bueno en todas (bueno no), ¡muy bueno!. Y esa era lo única forma de ser respetado y admirado. Condiciones imprescindibles para ser jefe de un restaurante y no morir en el intento.

Pero, aparte de ser un gran profesional con experiencia en todos estos campos, también debía tener dotes de psicólogo y aparentar ser una persona de confianza: el confidente.

Trataremos primero la figura del maître confidente dotado de una infinita paciencia y otro día la del jefe psicólogo. El maître confidente se merece su día, ¡por supuesto que sí! Ahora que está tan de moda que todo tenga un día, ¿por qué no los maîtres? Podríamos por ejemplo cambiar el día de la hostelería, el 29 de julio, Santa Marta, por el de San Job, 10 de mayo santo de la paciencia, o que éste último se convierta en día del patrón de los maîtres. No se merecen menos, pobres, aguantar tantos y larguísimos tostones sin mediar palabra; escuchando confidencias, algunas de carácter muy personal. Muchas veces me he preguntado si lo que me estaba explicando el cliente se lo había revelado antes a algún amigo íntimo o a la familia. Qué facilidad tenemos los seres humanos en explicar a desconocidos hechos e intimidades que jamás desvelaríamos a un amigo o familiar. Me he encontrado con situaciones, naturalmente muchas dentro del ámbito de la restauración, pero también otras tantas fuera de ella. En mi época de single, tras 23 años de estar en convivencia con quien fue mi pareja, recuerdo momentos muy parecidos que seguramente habréis experimentado también. Lo que más me atraía a la hora de conocer chicas, a parte de la ridícula esperanza de encontrar a la diosa de entre todas las mujeres, que solo residía en mi imaginación, era el juego de escuchar, asintiendo con reiterados gestos de cabeza, como el perro peluche de la luna trasera de los coches. Aquellos encuentros íntimos alrededor de una mesa con la única compañía de una buena botella de vino acababan casi siempre con las mismas frases: “¿no sé por qué te cuento esto? …, nunca se lo había explicado a nadie…, es que parece que te conozca de toda la vida…, me das mucha confianza”. Seguramente se debía en parte a mi cara de buen chico, a una buena armonía, pero sobre todo a la botella de buen vino.

Esto mismo, pero en otro contexto y con otra botella de vino, ocurría en El Greco, los clientes estaban necesitados de ser escuchados por alguien que consideraran de su confianza. Al igual como ocurre en las películas con los bármanes de los bares-coctelerías cuando el cliente depresivo le cuenta su vida, pues lo mismo, pero sin depresión, al menos aparente.

Solía pasar con los clientes de la casa. Llamábamos clientes de la casa a aquellos que solían venir frecuentemente y que se sentían como en su casa, o a veces mejor. Si venían acompañados no había ningún peligro de que nos pegaran el rollo, como lo llamábamos nosotros, – Santi, no t’apropis que avui el Sr. Martínez té ganes de cascar-la i et fotarà el rotllo.

Tenía un código secreto que consistía en hacer una señal con los dedos de la mano escondida tras mi espalda, el compañero que veía la señal se acercaba y me decía de forma que el cliente lo oyera que me reclamaban al teléfono. Era nuestro sistema de escaquearme, aunque a veces empatizaba tanto con el cliente que no tenía el valor de dejarlo a medias y le respondía al compañero que dijera que le devolvería la llamada.

Si el cliente parlanchín venía acompañado no había problema, pasábamos a ser simples sujetos invisibles cumpliendo con nuestro cometido. Pero si el mismo cliente parlanchín, u otro porqué había muchos, venía sólo, teníamos muchos números de tener que aguantar la tabarra. Para evitarlo teníamos otro truco: una vez tomada la comanda, dejábamos que lo atendiera el ayudante de camarero, al cual sabíamos que no tenía la confianza suficiente para explicarle su vida, hazañas o problemas domésticos.

En los años 90 y en la década del 2000 existían ya los móviles, pero como bien sabéis sólo servían para hacer llamadas y enviar algún SMS. No es como ahora que se han convertido en el medio por el cual nos conectamos con nuestro lejano mundo exterior, a veces sin prestar atención a nuestro mundo exterior más cercano. Hay excepciones, como la de mi amigo Adolfo que sigue sin móvil, digno merecedor del premio a la cabezonería y receloso de ser controlado por tal chisme. Por lo pronto no me imagino a Adolfo haciendo cola para que le escaneen el iris.

Volvamos al comedor del Greco. Estamos allí. Imaginaos una sala con mesas suficientemente separadas para preservar la intimidad, con un servicio de camareros que, a menos que el restaurante se llenara de golpe, permitía al maître, una vez tomadas las comandas, transitar de mesa en mesa haciendo la función de relaciones públicas. Sí, ¿lo visualizáis? Imaginaos que son las 15h de la tarde, el cliente parlanchín ha llegado a las 14h pongamos de un viernes, el día más peligroso. Está hambriento, sediento, afanoso, pero sabiendo que la jornada laboral, para él, ha terminado, es lo que tiene ser jefe y que las cosas le vayan bien. Pero ya son las 15h y nuestro querido parlanchín se empieza a relajar. Recordad que todavía no existían los smartphones. Se relaja pero también se empieza a aburrir y, después de casi una botella de vino, una vez bien alimentado y con el brandy servido, tiene ganas de parlotear. Allí, el maître, que es el que se encuentra menos ocupado, – chip conectado modus relaciones públicas -, si todavía no se ha escondido previendo lo que iba a pasar, es carne de cañón. Le espera una matraca insufrible que en la mayoría de los casos dura lo que dura el brandy, más el tiempo de tomarse el café, más otra copa de brandy, que luego pasó a ser de whisky, cambios de moda, y en ocasiones el puro -en aquellos tiempos se podía fumar y muchos establecimientos tenían cava de puros y reserva de cajetillas de cigarrillos a disposición del cliente. – El puro era el aviso de que la habías cagado ¡y ¡bien cagado! Total, que se hacen las 17h, 17h30, 18h, o si es en servicio de cena, se hacen la 01h o más, os aseguro que no exagero en absoluto; mis compañeros del Greco son sufridos testimonios.

Hoy en día, por el bien del sector, esto ya no ocurre. Sabemos que el COVID19 cambió muchas cosas y esta es una, a lo que los restauradores están muy agradecidos. Los comensales vamos más pronto a comer y también a cenar, y liberamos antes la mesa permitiendo que el restaurador pueda cerrar su establecimiento a una hora razonable. Es cierto que tampoco ocurría en todas las casas -restaurantes- Cuánto más nivel tenía el restaurante, más derechos se tomaba el cliente a creerse que la silla le pertenecía. Y naturalmente, ni se nos ocurría decirle que el establecimiento cerraba y que debía marcharse, ni mucho menos presentarle la cuenta sin que la hubiera pedido. Hacer esto nos podía suponer, como mínimo, una reseña negativa en la guía Michelin.

Recuerdo como si fuera ayer a un cliente: Ignacio Deo, una bellísima persona a la cual personalmente apreciaba mucho. El pobre murió joven en un accidente de tráfico. Lo apreciaba porque aparte de ser un guasón, era amigo de sus amigos, y los tenía de todos los colores políticos y sociales. Recuerdo que él era militante del PP como lo ha sido toda su familia y que siempre me presentaba a sus acompañantes de mesa y tertulianos, después de haberme dado dos besos y haberme preguntado por mi familia, como un chico al cual consideraba su amigo a pesar de no compartir ideología política. Esta manera de valorar las personas, por su comportamiento y por su forma de ser, por delante de cualquier etiqueta política o social me conmovía, teniendo en cuenta que eran tiempos de mucha apariencia y falsa modestia.

Pues el bueno de Nacho cada viernes al mediodía nos puteaba, de tal forma que tenía que quedarse un camarero de guardia para atender su mesa, un viernes de los muchos que me tocaban a mí, aprovechaba para hacer tareas pendientes, alrededor de las 18h00, me llama y me dice: – Santi, carinyo, porta’m una altra ampolla de Fra Angélico.

Solíamos dejarle la botella de Fra Angélico dentro de una cubitera rebosante de hielo pilé y, la verdad, no esperaba que se la acabara.
Le dije:
Nacho, ho sento però no en tinc més. T’ho prometo, no és perquè vulgui que marxis, que també. Però no en tinc més, t’has begut l’última.

El muy jeta me respondió:
No passa res! Jo tinc una ampolla freda a casa guardada en el congelador, vaig i torno en un moment.

Sin esperar respuesta se levanta de la mesa. No me lo podía creer, no me dio tiempo ni a pensar qué decir. Se marchó apresuradamente y regresó al cabo de un rato – vivía muy cerca – con una botella por estrenar. Durante el tiempo de espera reflexioné, no sabía cómo hacer frente a la situación. El límite de la confianza restaurador/cliente se había rebasado. Tenía que encontrar una solución. Entonces se me ocurrió pagarle con la misma moneda, la del exceso de confianza. Fui a buscar las llaves de la puerta trasera del restaurante, cerré las puertas de la entrada, fui hacia su mesa y tras depositar las llaves en la mesa le dije que lo dejaba solo, que Oscar vendría a las 19h30 para los preparativos del servicio de noche. Y que, si pensaba irse antes, que saliera por la puerta de atrás. Allí tenía las llaves, le dije que ya me las devolvería cuando le pareciera bien. Avisé a Oscar, más que nada, para decirle que no se asustase si se encontraba a Nacho Deo sentado sólo en una mesa del comedor. Cuando volví por la noche le pregunté si se lo había encontrado, a lo que me dijo que no.

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Greco Foie Gras