El Petrus
Hoy he quedado para salir a comer con una buena amiga que lo primero que me pregunta es si se calza unas bambas o unos “salones”. Yo le respondo – ¿Salones? – Y me dice – ¡Síiii, Santi, zapatos de aguja! – Digo – ¡Coño! ¡Yo qué sé! No hace falta, sólo vamos a comer en un sitio muy chulo que dan muy bien de comer –
Porque hoy en día se come estupendamente en sitios que pasan totalmente desapercibidos. Que por mucho que pases por delante de su puerta, si nadie te dice que se come bien, no le prestas atención. Es el caso de Ultramarinos Marín en Barcelona, un curioso y desenfadado lugar, con apariencia de bar de barrio donde, Borja en cocina y Sandra en la sala, presentan un concepto muy personal, algo irreverente, donde prima el producto. La entrada sigue siendo la de un bar de toda la vida, pero al fondo, en una segunda sala nos encontramos con una cocina vista, equipada de una brasa y de un horno de leña de encina. Su ambiente desenfadado y relajado no es para nada de postín, todo lo contario, y esto me recuerda dos historias vividas en El Greco.
Una no la viví yo personalmente pero os la resumiré tal y como me la explicó Jaume, el maître del restaurante El Greco. Un día al mediodía se presentó un señor extranjero con su pareja a comer. El restaurante todavía no era mío sino del antiguo propietario, el señor Felipe Verdejo Alias, gran profesional y todo un personaje, acostumbrado a épocas remotas y gloriosas en las que pocos eran los afortunados que se podían permitir comer en restaurantes de lujo. Desencantado por los nuevos tiempos que corrían en los que se empezaba a democratizar el ir al restaurante y, cabreado por tener que atender, cada vez más, a clientes que no consideraba suficientemente “señores” para comer en su restaurante, se había convertido en el peor enemigo de su negocio. Abro aquí un paréntesis para recordarle a Jaume Rius que nos tenemos que reunir y recuperar anécdotas del señor Verdejo, que hay para un buen y sabroso capítulo. Recuerdo alguna, una muy surrealista que era cuando le daba por lanzar, como si fuera un frisbee, las tarjetas de crédito de los clientes que le entregaban los camareros para cobrar. Más de una vez, alguna de estas tarjetas había acabado a los pies del propio cliente y el pobre Jaume, abochornado, se apresuraba a recogerla inventándose cualquier excusa para que el cliente no se enfadara.
Pues como decía, un día se presentó este señor extranjero, creo recordar que alemán, vestido con pantalón corto, camisa veraniega y zapatillas playeras, con su acompañante igualmente guarnecido. Como era de esperar, al señor Verdejo no le pareció, como decía él, de recibo y los despachó sin miramientos y de malas maneras renegando en voz alta: “Fins aquí hem arribat! Què s’hauran cregut aquests guiris! Segur que en el seu país no tenen collons de presentar-se a un restaurant vestits així!” Por lo que parece y os podéis imaginar, a estos turistas que a pesar de no entender el catalán, no les gustó para nada lo que estaba ocurriendo e intercambiaron algunos improperios.
La misma noche, entre las reservas había una para dos que resultó estar hecha por el mismo turista expulsado y dolido del mediodía. Se presentó vestido completamente de blanco, con bastón con empuñadura de plata, sombrero panameño y pajarita Elton John, seguramente como represalia por el trato recibido el mismo día al mediodía, sin atisbo de duda. Jaume le reconoció al instante, atemorizado por lo que podía acontecer, les pregunta: – Buenas noches, bienvenidos, ¿tienen ustedes reserva? A lo que responden, – ¡Yes!, ¿Can we see the boss? We want to ask him if we are correctly dressed tonight for dinner in his restaurant.
Esta historia me recordó, salvando las distancias, otra que me ocurrió personalmente años más tarde. Pero no os dejaré sin conocer el final. El alemán y su acompañante fueron exquisitamente atendidos por Jaume y por Josep Maria, aunque no recibieron nunca las disculpas del señor Verdejo que, imaginando el rapapolvo que iba a recibir, prefirió escabullirse por la puerta trasera del restaurante y no volver hasta el día siguiente.
Era un domingo noche, pasadas las 22h30. Entra una pareja vestida muy casual, recuerdo que él calzaba unas zapatillas deportivas muy sucias e iba muy desaliñado. Me preguntan si pueden comer alguna cosa, les digo que sí pero que la cocina está ya recogiendo y que nos tendríamos que apresurar en tomar la comanda. Me responde: – Sí, iremos rápido, ¿nos puede pedir una ración de jamón? ¿Dónde está el baño?
Le indico donde está y le comento a Cristina que cubría el turno que esperara, que si sólo pedían esto que les diría que no podíamos servirles. Vaya, que no estaba dispuesto a alargar el servicio de un domingo noche, más sabiendo que las pocas mesas que quedaban estaban ya en los cafés y habiendo vivido un fin de semana de mucho trabajo. Acomodamos a la acompañante en una mesa y esperamos a que regresara el señor del lavabo. Aparece, se sienta y abre la carta, parece ser que pedirán alguna cosa más, aun así, le digo a Cristina que retenga el pedido del jamón. Al cabo de apenas un minuto nos reclama el cliente, me acerco con el bloc de pedidos y me dice “Pónganos de primero dos cremas de erizos con bogavante gratinados con salsa holandesa y huevas de salmón y de segundo dos lenguados Cardinale”. Ipso facto, mando el pedido a cocina y pido que den rápida salida al jamón que estuve reteniendo. Les entrego la carta de vinos y tras una ojeada me dice que le parece bien el Pomerol del 92, a lo que le doy las gracias y me encamino a buscarlo. Es entonces que repasando la carta mentalmente caigo que el único Pomerol del 92 que tenemos es el Petrus; un vino único, considerado el mejor burdeos y el mejor segundo vino del mundo después de la Romanée Conti. Me detengo en seco, siento que mi pulso de pronto se acelera, empiezo a dudar de qué tengo que hacer. Me doy la vuelta, vuelvo a la mesa, abro la carta de los vinos y señalo al cliente la línea donde estaba el Petrus deslizando mi dedo hasta el precio ¡1600€! (Hoy en día cuesta 3350€) preguntándole si era este el Pomerol que deseaba. A lo cual él, impertérrito, me confirma que sí. Cierro la carta de vinos, le doy las gracias y me encamino a buscar el precioso vino preguntándome que pasará; ¿el vino estará bien?, creo que sí, siempre ha estado guardado en bodega climatizada, ¿me lo devolverá al probarlo? ¿no me lo devolverá? ¿pagarán la cuenta? En fin, estaba acojonado, casi prefería decirles que las botellas de Petrus se habían terminado y escogieran otra, como si hubiera tenido muchas, solo tenía esta y pensaba que no la vendería nunca y me la bebería de muy mayor. Pero no, me centré en mi responsabilidad como profesional, fui a buscar la botella, la presenté, la abrí, les pregunté si les parecía bien que la decantara, a lo que me dijeron que no – tampoco me dejaron avinar las copas -. Así que la di a probar y como si fuese un vino que bebiera día sí y día no, asintió con la cabeza afirmando que estaba bueno. Y empezaron a cenar sin darle más importancia al vino: el jamón, las cremas, los lenguados, 2 cafés. Apenas había transcurrido 45 minutos que pidieron la cuenta. Ahí nos pusimos todos en guardia, hasta los cocineros que habían acabado su turno y, pudiendo irse a casa, esperaron a ver qué ocurría. Les llevé la nota. Apenas se la miró. Ella le echó también un rápido vistazo y sacó de su bolso un fajo de billetes de 100€, contó que hubieran los suficientes, los depositó sobre la bandeja donde estaba la cuenta, se levantaron, nos dieron las gracias, y se marcharon.
¡Brutal! ¡Surrealista! Nos miramos todos y nos preguntamos “¡Qué coño había pasado!! ¿Los billetes eran auténticos? ¡Sí! ¡Lo eran!”
Esto demuestra qué poco importan las apariencias. Que prejuzgar es de soberbios. Y que ni el hábito hace al monje, ni el alemán necesita una pajarita y un sombrero Panamá para merecer ser bien tratado, ni que unos clientes sin reserva a las 22h45 de la noche son menos clientes que otros que reservan dos semanas antes. Y que un local que pasa desapercibido no es menos restaurante que otro. En fin, prejuzgar muchas veces nos juega malas pasadas. Así somos los humanos de imperfectos.
Alejandro Ferras
Como siempre un relato curioso y muy bonito
Santi Grimau
Con anécdotas así entendemos cuando dicen que la hostelería engancha. Está claro, a nadie deja indiferente. Gracias Alejandro por tu comentario.
Teresa
No hi ha dubte que les aparences enganyen!!! Molt bones anècdotes Santi!!!
Santi Grimau
Gràcies Teresa, esperem que no sempre enganyin ;